A diez años del grito colectivo de “Ni una menos”, una mujer de Alta Gracia sigue viviendo su propio calvario judicial. Separada, denunciada reiteradamente por su expareja, y desde marzo de este año, impedida de ver a su hijo, víctima —ella y el niño— de una serie de decisiones judiciales que ignoran el contexto, desoyen las pruebas y eligen creer solo una parte de la historia.
En Córdoba, como en muchos rincones del país, la justicia familiar y penal muchas veces funciona con una lupa borrosa: agranda detalles cuando le conviene y deja ciegos los contextos que importan. Esta es la historia de una mujer, madre de un niño de siete años, que tras años de convivir con violencia verbal, económica y psicológica, tomó la valiente decisión de separarse y denunciar. Lo que vino después no fue justicia. Fue un nuevo infierno.
Tras la separación, comenzaron las denuncias cruzadas. Pero no en igualdad de condiciones: mientras la justicia analizaba con rigurosidad las defensas y testimonios de él, tomaba como ciertas sin mayor contraste las denuncias contra ella. Así se fue construyendo un escenario que hoy mantiene a un niño como rehén emocional de un conflicto judicial y a su madre fuera de su vida.
Desde marzo, por una denuncia más —sin sentencia, sin prueba firme, en estado primigenio—, esta mujer no puede ver a su hijo. La medida fue ejecutada de facto por el padre, no por orden explícita del tribunal, y sin embargo tolerada por un sistema judicial que parece más dispuesto a castigar a la denunciante que a proteger a un niño. Ni siquiera la jueza interviniente ordenó formalmente ese corte de vínculo. Pero nadie detuvo el daño.
La madre, representada por los abogados Persichelli en lo civil y Agüero en lo penal, presentó toda la documentación necesaria: denuncias de impedimento de contacto, pedidos de restitución del vínculo materno-filial, ampliaciones de denuncias por violencia previa, y solicitudes de audiencia. Todo en línea con el principio rector que debería guiar estas decisiones: el Interés Superior del Niño. Pero hasta ahora, esa consigna parece letra muerta.
Y mientras tanto, él habla. En la escuela, ante conocidos, deja deslizar sospechas infundadas contra la madre de su hijo. La estigmatiza. La difama. Sin pruebas. Y sin condena. Solo con palabras. Palabras que la justicia escucha, pero no somete al mismo nivel de análisis, rigor o duda que aquellas que vienen de ella.
Este hombre, que fue pareja de la denunciante durante una década, tiene una historia de manipulación, control y violencia que está documentada en presentaciones judiciales. El patrón se repite: aislamiento, desprecio emocional, control económico, descalificación, humillación. Y hoy ese patrón se extiende hacia el niño, con un vínculo cercenado que ningún juez, ninguna fiscal, parece dispuesto a reparar con urgencia.
A diez años del primer Ni Una Menos, este caso es un espejo de cómo las violencias menos visibles —las institucionales, las judiciales, las simbólicas— siguen operando sin pausa. Y cómo los derechos de las infancias quedan atrapados en disputas donde el poder, el relato y el género siguen siendo más fuertes que la ley.
Esta es la primera entrega de una historia que merece ser contada completa. Porque hay muchas formas de violencia. Y esta, la de la justicia que no mira, también mata.
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