Sobre la pena de muerte

Por Eduardo Castillo Páez (*)

Es muy frecuente que ante casos penales que han impactado fuertemente en la población, como lo sucedido con los crímenes de Lucio Dupuy y Fernando Báez Sosa, se reitere la intención y reclamo social de implantar la pena capital en nuestro país. Nuevamente nuestra sociedad debe plantearse la conveniencia o no de esta pena que desde hace siglos divide la opinión de juristas, filósofos, gobernantes, teólogos y cuantos alguna vez pensaron en este homicidio legal.

         Para arrojar un poco de claridad sobre el tema, vamos a considerar que hay dos aspectos en esta cuestión: el teórico y el práctico. El primero se refiere a la sanción, al fondo mismo del asunto y se relaciona con trascendentales cuestiones psicológicas y con el derecho de castigar. El segundo, a la conveniencia, y se ocupa de discutir la necesidad de establecer dicha pena de acuerdo con las condiciones sociales del medio y su eficacia. El primer criterio es más bien moral, el segundo es jurídico.

         En el pasado, la pena de muerte aparece ligada con los horrores propios de un estado social en que todos los ideales se reunían en uno solo, la victoria en la guerra, una nueva conquista, el predominio de la fuerza.

         De los caracteres del delincuente nato incorregible de Lombroso, Garófalo estableció como conclusión penal, la teoría de la eliminación de los incorregibles o irrecuperables, algo así como una coqueta aplicación de aquello de “eliminar la manzana podrida”.

         La pena, y partamos de que no existe una que no ataque al hombre en algo por él preciado, no se impone porque se haya delinquido sino para que no se delinca. Y es ahí donde precisamente la lógica doctrinaria de los defensores de la pena de muerte encuentra su mayor sentido porque ¿qué pena sino la capital como mejor instrumento de eliminación, podría evitar que el delincuente vuelva a delinquir? Si bien esto podría lograrse en el mayor grado de probabilidad con una prisión realmente segura, se insiste en que nada asegura tanto como la positiva eliminación que ese hombre no volverá a actuar delictivamente.

         Se sostiene también que la intimidación y ejemplaridad de la misma pena en cuanto riesgo de perder la vida, es de mayor peso en el ánimo del delincuente que el de perder la libertad por mayor o menor período. Y fundamentalmente su condición de necesaria, ya que el Estado hoy carece de medios de coerción suficiente para prevenir nuevos crímenes, las instituciones penitenciarias están superpobladas y nadie coherentemente puede asegurar la vigilancia de los detenidos. Las probabilidades de fugas o liberaciones inexplicables que nadie entiende, son cada vez más frecuentes, y la sociedad aparece cada día más expuesta a peligros de esta Índole.

         Por el otro lado, estadísticamente se ha demostrado que en aquellos lugares donde se ha suprimido la pena de muerte, su abolición y reemplazo por otro castigo no han causado aumento de la criminalidad, sino que hasta se han producido en algunos sitios disminuciones de la misma. La pena, sin duda, no intimida a nadie, ya que jamás el individuo que delinque se plantea el castigo que puede

sufrir y menos aún, se detiene en su determinación de cometer el hecho.

         Sobre la necesidad de su aplicación, debemos convenir que aun demostrando los partidarios de la pena de muerte la necesidad de ésta, argumentos que parecerían resistir toda discusión, nunca podrán demostrar que sea reparable, y es la cuestión de la irreparabilidad del mal la objeción más fuerte por ser la única sin réplica y la que jamás dejará de oponérsele. La posibilidad por somera que sea, de que se perpetre el “homicidio judicial” de un inocente es algo que ya no puede ser admitido ni tolerado.

         Del principio de la irreparabilidad, parte de la doctrina ha inducido otro que podría llamarse el “contrasentido de la ley”. Es más que evidente que las normas no deben contradecirse entre sí, al menos en sus principios; en cambio esto es lo que sucedería entre el Código Penal al establecer la pena capital y los códigos procesales que autorizan el recurso de revisión. Si los avances de la estructura judicial han proporcionado los medios de reparar el error de los jueces, no puede concebirse que se pretenda implantar una pena cuya naturaleza significa desde un inicio negar completamente una futura revisión, y por ende la reparación del posible error.

         En Argentina, salvo algunos autores, la doctrina es prácticamente unánime en repudiar la pena de muerte. Ésta, prevista en la legislación anterior a la codificación y no en el Código Penal de 1921 (ley 11.179), fue restablecida como ley marcial en 1930 y 1956. La ley 13.985 (1950), después derogada por el decreto 788/63, la incorporó al cuadro de la legislación común. En 1970, la ley 18.701 la reimplantó, siendo introducida por primera vez al código un año después por la ley 18.953. En 1972 mediante la ley 20.043 se la derogó nuevamente, para ser reimpuesta en 1976 por la ley 21.338.

En 1984, durante la presidencia de Raúl Alfonsín, la ley 23.077 volvió a derogarla, desapareciendo la misma de las penas establecidas por el artículo quinto del Código Penal argentino.-

(*) Abogado. Criminólogo y Diplomado en Derecho Penal, Ciencias Forenses y Perfilación Criminal