Hay llamados que buscan datos. Otros, plata. Y hay uno —muy de vez en cuando— que termina revelando algo mucho más profundo: quién está realmente del otro lado de la línea.
Eso fue lo que le pasó a Magdalena Charras, una vendedora de churros de Alta Gracia, conocida por su puesto sobre la ruta interna que conecta la ciudad con La Bolsa y por sus videos en redes sociales, donde habla sin filtros de trabajo, esfuerzo y vida real.
Tres llamadas, un mismo libreto
Durante dos semanas, Magdalena recibió tres llamados con la misma mecánica: supuestos operadores que decían comunicarse desde Tarjeta Naranja, preguntas encadenadas, datos personales, direcciones, números. La típica estafa telefónica que se apoya en la urgencia y el desconcierto.
Las dos primeras llamadas terminaron abruptamente cuando ella empezó a preguntar más de la cuenta. La tercera fue distinta. Magdalena decidió grabarla. No para denunciar, no para exponer, sino —como ella misma cuenta— para mostrar su entorno, para que se entienda desde dónde hablaba.
Nunca imaginó cómo iba a terminar.
Cuando el guion se rompe
La conversación empezó como tantas otras. Pero a medida que avanzaba, algo cambió. Magdalena dejó de “boludear” y empezó a hablar en serio. Contó que estaba trabajando, que se levantaba todos los días a las cinco y media de la mañana, que vendía churros en la ruta desde hacía más de dos años, que no vivía de arriba ni quería nada regalado.
Y entonces pasó lo inesperado: el engaño se desarmó solo.
El operador perdió el control. Aparecieron los nervios, los insultos, la violencia verbal. Del otro lado, Magdalena no se corrió. No gritó. Habló desde su historia.
Habló de laburar desde los 16 años.
De haber atravesado adicciones y estar luchando todos los días por no volver ahí.
De creer, incluso en medio de la bronca, que un poco de empatía puede tocar a alguien, aunque sea un poco.
“No quiero que me den nada —dice en el audio—. Si quieren ayudarme, que me compren churros. Nada más”.
De una estafa frustrada a una reflexión social
El audio se viralizó. Pasó de WhatsApp a redes y de ahí a varios medios de comunicación. Pero no por el morbo de la estafa, sino por algo mucho más incómodo y potente: una mujer común enfrentando un sistema de engaño sin perder humanidad.
Después, incluso, el supuesto estafador volvió a escribirle. Magdalena no pasó CBU, no pidió plata, no aceptó “ayudas”. Su única esperanza —lo dice sin ingenuidad, pero con convicción— era que esa persona no volviera a cagar a nadie más.
“Eso para mí ya es una ayuda enorme”, afirma.
Trabajo, dignidad y una voz que interpela
Magdalena no se presenta como víctima. Tampoco como heroína. Se define como emprendedora, como laburante, como alguien que hace trabajo de hormiga y quiere que lo que construye sea digno. Cuenta que está endeudada, como tantos. Que emprender cuesta. Que el que emprende sabe cómo es el tema.
Pero también dice algo más fuerte: que quiere vivir —y morir— actuando desde el corazón. Que no quiere perder la capacidad de decir “te quiero”, incluso cuando del otro lado hay alguien que intenta engañar.
El final (que no es cierre)
Magdalena sigue en la ruta. Con su puesto. Con calor, con aceite hirviendo, con una prima que le da una mano. Vendiendo churros clásicos y con dulce de leche. Apostando a que este episodio, sin buscarlo, sea una forma rara de marketing honesto: más ventas, menos estafas.
La historia no trata solo de una llamada.
Trata de trabajo.
De dignidad.
De hasta dónde llega la empatía en un mundo acostumbrado al atropello.
A veces, la noticia no está en un expediente ni en una oficina bancaria.
A veces, está en una mujer que fríe churros al costado de la ruta y, sin proponérselo, deja una lección que te hace pensar muchas cosas.
El LLAMADO