Hay fechas que, más que efemérides, son espejos. El 10 de diciembre siempre obliga a mirar hacia adentro: a la política, al país, a nosotros mismos. Dos años después del inicio de esta gestión, el calendario vuelve a marcar el momento en el que la democracia se revisa, se evalúa y, por qué no, se pregunta a sí misma si todo este esfuerzo vale la pena. Y la respuesta —con la obstinación del que se niega a perder por walkover— es que sí, que vale. Aunque duela, aunque canse, aunque la cancha esté embarrada y la pelota rebote para cualquier lado.
El Ejecutivo llega a esta fecha en un modo peculiar: un híbrido entre laboratorio improvisado y banco de pruebas permanente. Una especie de “prueba y error” que intenta instalar cambios profundos sin una hoja de ruta del todo clara. Cada semana parece un capítulo distinto del mismo partido: una jugada que se ensaya, otra que se corrige al instante, una tercera que ni siquiera llega a ejecutarse porque los propios compañeros de equipo tiran la pelota afuera. Nada que no hayamos visto en la política argentina, pero sí una intensidad particular que convierte la gestión en un terreno de experimentos a cielo abierto.
Mientras tanto, en la otra mitad de la cancha, el Congreso sigue alimentando su propio folclore. Y qué folclore. La semana de juras volvió a exhibir ese espectáculo tan nuestro: solemnidad de manual mezclada con una teatralidad que haría sonrojar a cualquier director de teatro contemporáneo. Legisladores levantando biblias como si fueran banderines, declaraciones cargadas de épica impostada, brazos que se alzan con un fervor más apto para un clásico de domingo que para un acto republicano.
Y allí aparece un elemento que ya es imposible ignorar: las tribunas. Porque si algo aprendimos en estos años es que no solo han cambiado los jugadores, también cambió —o creímos que cambió— la hinchada. Pasamos de una tribuna obtusa, maleducada, convencida de que gritar más era sinónimo de tener razón, a otra tribuna que, aunque se ha corrido unos metros hacia un nuevo discurso, mantiene intactas las mismas mañas: intolerancia, dogma y una fe ciega en su propio relato.
El decorado cambió, pero el ruido es el mismo. La coreografía también. Y la certeza de que “lo mío es verdad absoluta y lo tuyo es una amenaza” persiste como un eco que envejece mal, pero no se extingue.
Es el país que mira el video completo y aún así aplaude el acting antes que la argumentación. El país del “gracias por ver el video” cuando en realidad lo que se vio fue apenas otra función del teatro político nacional.
Pero la vida democrática no se agota en ese teatro. Afuera —en la calle, en los comercios, en las escuelas, en los hogares donde se ajustan cuentas y se hace magia para llegar a fin de mes— el país juega otro partido, mucho más real. Las expectativas que la sociedad depositó en estas últimas elecciones no fueron un cheque en blanco ni un aplauso automático; fueron un pedido silencioso de rumbo, de claridad, de un equipo que trabaje unido aunque discuta en el vestuario. Y sin embargo, lo que se ve desde la tribuna ciudadana es a veces un desconcierto táctico que acumula frustraciones más rápido que promesas cumplidas.
Y aquí aparece la clave del tiempo extra. Porque la democracia argentina, por terquedad o por coraje, sigue resistiendo cada embate. Aguanta las campañas que prometen el oro y el moro, las disputas internas, las pantomimas legislativas, los discursos que cambian de tono según el viento, los cantos de la tribuna digital, las operaciones políticas que van y vienen como pelotas cruzadas. Aguanta porque es un sistema que aprendió, a fuerza de golpes, que retirarse del campo no es opción.
Lo que viene ahora —este tiempo agregado que la historia concede de vez en cuando— será decisivo para saber si el proyecto de país se ordena o si seguimos corriendo detrás de la pelota, sin estrategia clara, sin coordenadas, esperando un milagro futbolero que no llega.
El desafío es volver a lo esencial: menos show, más trabajo; menos jura performática, más legislación seria; menos gestos para la tribuna, más juego colectivo.
El 10 de diciembre no es solo una fecha. Es un recordatorio incómodo: la democracia no se sostiene sola. La sostiene la gente, esa hinchada silenciosa que todavía cree que, si se alinean las piezas y se ordena el equipo, tal vez podamos ver algún día una jugada que valga la ovación.
Hasta entonces, seguiremos en tiempo extra. Resistiendo. Esperando. Y, como siempre, bancando a la democracia, que será imperfecta, pero nunca abandona la cancha.