De médicas, yuyeras y curanderas: Pabla Olsina

En Villas Ciudad de América encontramos a doña Pabla, médica yuyera que nos comparte generosamente su palabra. Conversamos sobre la sanación, su relación con las plantas y las consecuencias del desmonte sobre la medicina.

“Curar es propio de uno, es una devoción que una tiene y le sale”, nos dice Pabla Olsina cuando encendemos el grabador. La casa está rodeada de yuyos y piedras. Un hogar calienta el frío que penetra por sus aberturas. La pintura denota el paso del tiempo. Lleva 36 años viviendo allí. La habitación está decorada con retratos dibujados y fotos en blanco y negro. La luz es tenue. Su cocina enciende un fuego lento. El tiempo corre de otra manera. Los colores tienen otro significado. La palabra casa también: es un lugar para sanar. 

En su patio-vivero, hay una mesita de madera donde Pabla recibe a quien quiera llegarse. Un colibrí de cola larga y verde se acerca una y otra vez. Ella lo sigue con la mirada y comienza a hablar: “Hace muchos años, me vine porque se enfermó mi mamá. Ella vivía allá, en José de La Quintana, se enfermó mal y pedí esta casita acá. Estas tierras quedaron cuando hicieron la expropiación de los campos para hacer el paredón y los túneles. Son del Estado”.

Pabla tiene poco más de setenta años y mide poco menos de metro y medio; vive con su perro en una casa vivero; es médica yuyera, cree que la medicina está en la tierra que habitamos. “De viejita empecé, sí, de viejita. Yo tenía un saber interno, porque lo que yo sé es muy difícil de enseñar, es algo propio, muy difícil saberlo”.

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(Imagen: Juan Pablo Pantano para La tinta)

A su patio llegan de todos lados, “hasta de Tierra del Fuego han venido, es lindo porque una se siente acompañada y siente que es útil para algo”. Recibe a las personas, las sienta, las escucha y, cinta mediante, se conecta con sus cuerpos. “Se sienten mal y vienen a la curación. Entonces yo tengo una cinta y con la cinta mido y sé lo que tiene, con eso es lo que se receta -explica pacientemente-. Yo hoy te puedo hacer una medicina, pero si yo te trato sin creer lo que te estoy haciendo, vos no vas a sanar. Si vos no creés en lo que yo hago cuando hago la medicina, tampoco te podés curar porque no la dejás entrar”.

¿Qué hace que una persona como Pabla dedique su tiempo, vida y esfuerzo a sanar a otras personas? En sus palabras, se cuela el amor, la empatía, la rebeldía. “Uno ve tanta gente a veces que sufre una enfermedad. Ponele que vos tengas un dispensario y te llega gente con tantas enfermedades, dolencias, golpes, con tantas cosas. Y que vos estés ahí y que le digan: ‘No, no te puedo curar’, es triste eso. Entonces uno dice: ‘No, no puede ser’, porque todos sentimos lo mismo, uno de una forma, otro de otra, pero todos sufrimos el sufrimiento de las enfermedades, hay miles de consecuencias distintas, pero todo eso se sufre”, refiere.

Medicina de la tierra

Hablamos de conexiones; con las personas, con el ambiente y, por supuesto, con las plantas que son los medios que Pabla elige para curar. “Yo le sé la esencia a cada planta, sé cuál es la que necesita más y la que necesita menos, cuál es la más caritativa con uno”. En esa conexión, se desarman las lógicas racionales, las dualidades sociedad-naturaleza, mente-cuerpo. “La naturaleza tiene muy mucho conocimiento. Muy muchas cosas para saber de la producción de misterios. El por qué está y para qué sirve, cómo se compone esa planta. Aprender a mirar, a curiosear y no una vez como si tuviéramos un cuadernito, no es fácil”, señala.

Para los parásitos, la ortiga, “la pasionaria para todo, es algo particular”. Tomillo, peperina, poleo. Conocimientos de las sierras que abren caminos a otras formas de aprendernos y sanar. “La contrayerba sirve para muchas cosas. Está escasísima acá. Sirve hasta para picadura de víbora, contra el veneno se toma, es purgante, entonces sirve para sacar la ponzoña. Y así para varias otras cosas también: para intoxicación, para desinflamar los bronquios, para el catarro. Porque es una planta caliente, tiene mucha caloría, todo lo que tenga mucha caloría te sirve para esta época y todo lo que sea de frío sirve para el calor”.

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(Imagen: Juan Pablo Pantano para La tinta)

Ante los males de este mundo, de las formas de consumo, del desconocimiento sobre lo que se come, se toma, se respira, Pabla elige plantas de cuidado cotidiano, como el palo amarillo o la cola de caballo: “El palo amarillo es para nivelar la presión. Como es tan suave, lo podés tomar en el mate, en té, en un aguapasto, lo podés dejar hervir y después lo tomás, no te hace nada, te cura lo malo que tengas en el cuerpo, alguna secuela que tengas, pero no te hace mal”. Lo mismo ocurre con la cola de caballo que “sirve para destapar, porque es diurética, purga el intestino, los riñones. Por eso, es lindo siempre tomarlos a esos yuyos, aunque no sientan nada”.


Su conocimiento -alejado de todas las formas occidentales, codificadas y abstractas de entender los cuerpos- pretende sanar desde la comprensión integral de lo que nos pasa. La experiencia y la relación con el ambiente que nos rodea son pilares de su saber. Elementos subterráneos que se revelan como un libro.


Para doña Pabla, la vinculación entre el cuerpo y las plantas es natural, “es el mismo proceso que la vida nuestra, lo mismo, solo que ellas se manejan con su líquido que es la salvia y nosotros nos manejamos con la sangre. Lo caliente de nuestro cuerpo es la sangre y, para ellas, la salvia. Sacás la salvia y se muere, nos sacás la sangre y nos morimos, es todo una historia”.

Pabla y Daniela

Mientras conversamos, Daniela ceba mates y la escucha atenta, casi no habla. “Yo enseño el conocimiento de la yerba, pero no el curamiento, porque no puedo, ahí no llego, pero de la yerba y el reconocimiento de la planta sí. Ha venido gente de la Universidad antes. Venían dos veces a la semana con los alumnos, salíamos a recorrer los montes y las yerbas. Después empecé a ir con ellos para conocer la facultad, pero el estudio lo plantearon más acá, en la casa”, dice Pabla.

Mira a Dani y nos cuenta que ella también es una alumna, que comenzó a ir a su casa cuando todavía estudiaba y hacían la práctica juntas. “Como maestra, Pabla es muy única, su enseñanza es el amor y dedicación a la medicina. Es exigente, pero siempre con amor. También es muy divertida, me hace reír mucho, la paso muy bien con ella”, señala Dani, que decidió vivir en el Valle de Calamuchita para compartir unos años con ella. “Es aprender a ver la vida desde otro punto de vista, en este caso, su punto de vista. Es cuidar el saber oral y las tradiciones que llevan años en estos territorios. Valorar y conocer que otras formas de vida son posibles”, agrega.

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(Imagen: Juan Pablo Pantano para La tinta)

Una vez a la semana la visita, toman mates, juntan yuyos, conversan, estiran las patas. “Es más estar ahí, compartir. Estar atenta a lo que tiene para decir. Creo que no hay métodos ni pasos ni formas. Cada día es lo que ella se sienta cómoda compartiendo, lo que le nazca. Mi deseo es que sea un encuentro de disfrute. Quiero creer que le hace bien mi charla y compañía”, concluye Dani.

La tierra de una

La primera vez que visitamos a Pabla, fuimos junto a Soledad, una mujer medicina de José de La Quintana, localidad a unos 30 kilómetros de Villa Ciudad de América. Cuando nos vio llegar, se entusiasmó. Quintana, para ella, son recuerdos de infancia, aventuras míticas de su padre, la historia larga de su clan. Con la picardía que la caracteriza, preguntó por este vecino o aquel, por negocios que ya no existen, por las mutaciones de las calles, antes despobladas. Es que Pabla nació en la zona, a cuatro kilómetros de la plaza central del lugar. “Si me dicen: ‘Andate a la Quintana’, yo me voy porque es el lugar nativo mío”.

“Yo vivía en parte de la estancia, cerquita del diquecito, donde está la usina, bien adentro del campo. Teníamos de todo: vacas, chivos, ovejas, gallinas, gansos, patos. Sembrábamos de todo porque teníamos un espacio grandísimo y todo se daba. Era casi una tierra virgen, no la usaba nadie, sacábamos los calabazones grandotes de cogote torcido que se trepaban”, cuenta.

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(Imagen: Juan Pablo Pantano para La tinta)

Trabajaba de sol a sol con toda su familia, “todos parejo, los chicos con la cosa de chicos, los grandes con sus cosas”. Era una “tierra gorda”, no “grafiada como esta”, dice y señala su patio. Desde Quintana, caminaban hasta Villa La Merced para buscar mercadería y vender lo que producían. “Hacíamos los once kilómetros a pie. Cuando teníamos carne, la traíamos con animales de tiro, si no, a pie. Años trabajando así”.

Después vino la enfermedad de su madre, la mudanza, los 36 años en Villa Ciudad de América, el camino de la medicina, el patio-vivero. Pabla señala las montañas que se alzan en frente: “Yo antes las recorría a todas, a esas altas que se ven ahí me las anduve en un tiempo, subía por aquel sendero, que es un camino de obra. Ahí agarraba un senderito, que es toda la parte del filo de la sierra, y bajaba para este otro lado”. Juntaba yuyos en un bolso y los ponía a secar, “andábamos como las chivas, más en el campo que en la casa”.

Si subís, “hay de todo”. Los árboles y arbustos cubren y protegen los yuyos que usa para sanar. “Si se ponen a ver, es un trabajo sacrificado, porque es medio bruto. Si lo hacés con conocimiento no, porque buscás los lugares, las formas de juntar, las formas de trepar, pero si no, es bastante durito”.

El territorio cordobés, quién lo duda, sufre fuertes transformaciones desde las últimas décadas y eso afecta su labor. Algunas plantas desaparecen, otras escasean. “La carqueja, por ejemplo, hay poco y nada, porque la rompen, después el desmonte que hacen, que sacan y tiran todo, y no ven lo que es bueno y lo que no, entonces queda muy desplayado, como acá. En este patio, no crecen plantas porque está todo desplayado y hace falta la montaña para que cubra y haga el reparo”.


La deforestación por el avance de la especulación inmobiliaria es el impacto ambiental “más claro y con consecuencias más directas”, señala Dani. “Hoy en día, es muy difícil acceder al monte, está todo alambrado –agrega-. Doña Pabla cuenta de los lugares donde iba a juntar yuyos, qué yuyos había y, hoy en día, si puede acceder, no hay nada de todo eso”.


Para Dani, la ruptura del entramado social desarmó un trabajo que se hacía colectivamente, repartiendo tareas, “las nuevas generaciones no saben ni reconocer las plantas”, explica. Pabla agrega: “No hay interés en esto, si se rompe, se rompe; si se pierde, se pierde; si se va, se va y esto es como cualquier negocio. Es un trabajito, alguien podría salir dos veces a la semana para juntar la yerba y resecar, y que me la vendan, pero nadie lo hace, hay que hacerlo una. Y eso es lo triste, yo ya lejos, sola, no voy, tengo miedo de caerme. Así que no”.

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(Imagen: Juan Pablo Pantano para La tinta)

El olvido, la expropiación y desvalorización del saber también afecta los yuyos y su recolección. Pabla explica que, aunque hay muchas plantas medicinales, “lo mismo hay que conocerlas, hay que traerlas, hay que manejarlas para hacerlas crecer, todo es una historia. Hay que saber en qué tiempo, en qué mes, cuánto demora para crecer, cómo es el plantamiento, en qué parte, en qué tierra, como se maneja una, la otra, porque hay unas que son más de la arena y otras más de la tierra, otras que son, como quien dice, de mucho sol y otra que son de sombra, y así todo. Cada una con su derecho de vida”.

Pese a que su patio-vivero no es su lugar de origen, Pabla Olsina halló un espacio donde curar. Halló un pueblo y un ambiente que sana y resiste. Halló un oficio para ser, creer y transformar.

*Por Anabella Antonelli y Juan Pablo Pantano para La tinta / Imagen de portada: Juan Pablo Pantano para La tinta.